sábado, 26 de diciembre de 2015

Fiestas de Diciembre: Las Dionisias Rurales en La Conjura de Atenas (Fragmento)



 Igual que en todas las culturas, incluida evidentemente la cristiana, en la Atenas clásica también el mes de diciembre es prolífico en fiestas y celebraciones.La principal es la dedicada a Dionisios, el dios "loco", opuesto a Apolo y a su "rectitud". Estas fiestas, de marcado carácter rural, se celebraban en el demo de Pireo, el principal puerto de Atenas, y en ella participaban, además de los habitantes de la ciudad, los campesinos y agricultores que hacían ofrendas de sus productos naturales al dios. Consistían en una gran procesión, donde se bebía en gran cantidad vino sin aguar, y en la que se adoraban a enormes signos fálicos, que representaban a la anhelada fecundidad, tanto la de las tierras como la humana.

A continuación os ofrezco un fragmento de La Conjura de Atenas donde se narra la presencia de Sócrates a la celebración de las Dionisias Rurales.

 FRAGMENTO DE "LA CONJURA DE ATENAS"


De cómo acudimos todo el grupo al barrio de El Pireo para celebrar las Dionisias Rurales.

Pasé la primera década del mes de Posideon en la granja y luego regresé a Atenas junto a Mitón y Kaia para participar en la procesión de las fiestas Dionisias del Campo, tan distintas de las Dionisias de la Ciudad o Grandes Dionisias que se celebran en el mes de Elafebolion. Nuestro carro iba adornado con ristras de cebollas y ajos y cargado hasta arriba de garbanzos, lentejas, guisantes y odres de vino. Por el camino llegué a convencerme de que Mitón y Kaia eran, realmente, mi auténtica familia.
Entramos en Atenas por la puerta de de Diomea y nos dirigimos al ágora junto a las fuentes y el pórtico más cercano a la Acrópolis, donde están situados los graneros y almacenes de la ciudad. Nada me hizo presagiar que allí, en la Heliaia, en apenas cuatro meses iba a presenciar, justo en ese mismo lugar, la celebración del juicio más injusto de la historia de Atenas y que acabó con la condena a muerte de tu padre, acusado por Anito de no honrar a los dioses y de corromper a la juventud.
Pero aquél día del mes de Posideon mi mente vagaba muy lejos de problemas y de preocupaciones, pues acababa de pasar diez días en el campo y estaba totalmente dispuesto a disfrutar de las fiestas que comenzaban aquella misma tarde.
Mientras las mulas bebían de la fuente que hay en la esquina del granero, me acerqué hasta tu casa para buscar a Sócrates. Estaba allí con Fedón, Euclides y Critón, que iban muy bien pertrechados para pasar toda la noche y el día siguiente completo en El Pireo. Tu padre era el único que no había alterado sus costumbres habituales, pues en su habitual desidia por lo material ni se había preocupado de procurarse ropas idóneas para el viaje ni alimentos ni bebidas para tan alegre expedición. Como siempre, iba descalzo y con el mismo quitón de todos los días, a pesar de que estábamos en pleno invierno. Ante la insistencia de Xantipa que le repetía una y otra vez que se llevara algo más de ropa para cubrirse del frío de la madrugada, le dijo:
-Si aquí voy vestido de esta manera y voy descalzo, ¿por qué habría de vestir de forma diferente en El Pireo? ¿Acaso el puerto no es también Atenas? Pues en Atenas yo visto así, Xantipa, y no hay más que hablar.
Miré de reojo a tu madre para hacerle entender que sería imposible convencerle, como si ella no lo supiera perfectamente. Salimos a la calle, pero yo volví a entrar en tu casa con la excusa de beber un poco de agua, momento que aproveché para prometerle que cuidaría personalmente de Sócrates y asegurarle que en mi carromato llevaba yo alimentos y ropa de sobra. Apretándole fuertemente las manos, me despedí de ella y regresé con mis amigos.
Camino de la Heliaia nos encontramos con Platón y Fedro, que se unieron a nuestra comitiva. El tiempo había curado nuestras heridas y sentíamos que de nuevo volvíamos a ser un grupo de amigos cuyo lazo de unión era nuestro querido maestro Sócrates.
Como el camino para El Pireo comienza en aquella zona del ágora justo por delante de la zapatería, nos acercamos a saludar a Simón y a su hijo Nicodemo. Este, tras pedir permiso a su padre, se unió a nosotros como uno más del ya numeroso grupo. Cerca de la zapatería observé la terrorífica imagen que ofrecía la prisión, aquel lugar donde hacía muy poco tiempo habíamos pasado toda una noche y, ¡oh dioses!, donde Sócrates, tras un insufrible mes de reclusión, bebería la terrible cicuta que acabaría con su vida.
Yo acudo a estas fiestas de Dionisos desde que compré la granja y siempre en compañía de tu padre, puesto que una vez que la procesión llega a El Pireo se celebran durante todo el día y la noche numerosas representaciones teatrales, generalmente irónicas e incluso impúdicas, muy lejanas de las grandes tragedias que se representan en los teatros de Atenas durante las Dionisias de la Ciudad.
Sócrates siempre disfrutaba de las breves comedias satíricas y de los versos obscenos tan frecuentes en estas fiestas del campo y es por ello que, lejos de molestarse cuando algún poeta lo incluía como protagonista de alguna de sus comedias, él lo tomaba como un honor e incluso llegó a asegurarme alguna vez que hay gestos y frases que se le atribuyen que en realidad tenían su origen en las comedias y no al revés, y que le hacían tanta gracia que él mismo los adoptó para usarlos en su vida cotidiana.
Mitón había colocado el carro en línea con otros que iban llegando para formar el cortejo y a una señal del Arconte nos pusimos en marcha. La comitiva iba precedida por una muchacha que portaba una cesta en la que se habían guardado unas ofrendas y varios objetos sagrados. Tras ella, un carromato portaba una enorme escultura de un falo erecto apoyado sobre sus propios testículos. Dicha figura es un tributo que los habitantes de Brea, en Tracia, deben ofrecer anualmente a Atenas por su condición de colonia. Tras el gran falo se situaron muchas mujeres de los campos que rodean Atenas, gritando y moviéndose como si hubieran perdido la razón, pidiendo a Dionisos protección para las cosechas y para que el vino de aquél año fuera de los mejores que se hubiesen elaborado nunca. Tras esta evidente alusión a las Ménades caminaban varios hombres con máscaras de sátiros y silenos, incluso uno de ellos que iba completamente disfrazado intentaba imitar, con poca fortuna, a un centauro. Mujeres y hombres iban danzando al ritmo de unos tambores que varios músicos tocaban detrás de ellos, precediendo al grueso del cortejo que lo formaban decenas de carromatos que habían llegado a Atenas desde todas las granjas y campos de cultivo de sus alrededores. Todos ellos, tanto los pequeños agricultores como los poseedores de grandes extensiones de tierra, se daban cita ese día acudiendo con sus familias completas y sus esclavos.
Cerraban la procesión todos aquellos que, a pie, se dirigían a El Pireo para honrar a Dionisos, procedentes de todo el Ática.
El cortejo llevaba un ritmo muy lento, a veces desesperante. El camino tiene unos cuarenta estadios, y realizamos numerosas paradas para descansar y beber vino Entre tanto las mujeres acariciaban los testículos de piedra del falo del primer carromato y pedían fecundidad para sus campos y para ellas mismas. Casi a la hora de la comida, terminamos de recorrer el camino que lleva al puerto con la tristeza de ver derruidas las dos largas murallas que lo protegían y que garantizaban el acceso de provisiones a la ciudad en caso de asedio. Los espartanos las habían derribado hacía entonces cuatro años y en el momento de escribirte estas cartas han vuelto a ser levantadas, ahora gracias a la ayuda de los persas que fueron precisamente los que las destruyeron anteriormente hace ya ochenta años. Será cuestión de tiempo que las vuelvan a derribar… ¿Quizás los mismos persas? ¿Quizás los espartanos?… En fin, ¿quién entiende las guerras?


De nuestra llegada al El Pireo y de los ritos que allí se celebraron.

La comitiva entró en El Pireo, donde lo más sorprendente para un ateniense de la ciudad cada vez que se acerca por allí es la rectitud de sus calles y su distribución en cuadrícula en un diseño muy bien planificado. Todo lo contrario a la vieja Atenas, cuyas calles y casas fueron construyéndose sin control alguno a medida que se iban necesitando los espacios. El artífice del plano del Pireo fue Hipodamo de Mileto, que siguiendo las órdenes de Pericles, construyó una gran ciudad alrededor de los tres puertos naturales que hay en esa zona.
La comitiva se detuvo ante el templo dedicado a Teseo, justo en el inicio de las murallas. A su lado vimos el estadio, y junto a él fueron deteniéndose todos los carros y caballistas, formándose un improvisado campamento alrededor del edificio deportivo.
Tras un breve descanso partimos de nuevo, esta vez todos andando, en dirección hacia el templo de Dionisos, situado en el puerto de Cántaros, el más importante del Pireo. Allí depositaron el enorme falo en un altar especialmente decorado para ello con numerosos grabados que representaban a hombres y mujeres realizando el acto sexual en todas las posiciones y combinaciones posibles.
Un sacerdote procedió a realizar una libación en honor a Zeus y a Dionisos y tras ella dieron comienzo los actos programados para aquellos días. Toda la explanada principal del puerto se llenó de gente: unos hacían equilibrios sobre el mar, intentando andar sobre troncos de árbol impregnados de aceite; otros cantaban por las esquinas canciones satíricas y obscenas; y todos, absolutamente todos, bebían y comían sin control alguno.
Nosotros nos dirigimos hacia la casa de comidas “El Delfín”, muy próxima a los cuarteles militares del puerto de Muniquia, pues ya la conocíamos de otros años y estaba alejada del bullicio que iba invadiendo poco a poco a la ciudad portuaria. Allí tomamos buen vino y pescado y luego nos acercamos al teatro, situado en el centro del Pireo, al lado del puerto pesquero de Zea.


De cómo asistimos a una representación teatral y saludamos a Aristófanes.

Aquella tarde asistimos a una sola comedia en el teatro, pues en esas fechas oscurece muy pronto y las representaciones se programan por la mañana temprano poco después de amanecer. En estas fiestas del mes de Posideon no hay concursos que decidan qué obra es la mejor ni qué actor ha sido el más destacado. Sólo se busca la crítica y la diversión. La obra que disfrutamos contaba las desventuras de un agricultor enamorado de una Ménade y de cómo Dionisos, celoso, termina castrándolo y convirtiéndolo en mujer. Su autor era desconocido para nosotros, pero la presencia de Aristófanes en una de las gradas cercanas al escenario nos sugirió que seguramente era una obra suya pagada por algún agricultor adinerado y firmada con un nombre falso. El poeta miró hacia nosotros y nos saludó, gesto al que respondimos con cortesía. Sócrates incluso se puso de pie.
-Aún no entiendo cómo te llevas tan bien con él con lo mal que te trata en sus comedias -le dijo Critón a tu padre, molesto con la presencia de aquél a quien consideraba un enemigo.
-En el fondo no somos muy diferentes pues los dos provocamos la molestia en los que nos escuchan -le respondió riendo Sócrates-. Además, si me enfadara por lo que dice, estoy seguro de que me maltrataría aún más.
  -Es cierto, maestro -dijo Euclides-. Si te ofendieran sus comentarios eso sería una gran satisfacción para él. Además, hay que reconocer que al pueblo le gustan sus comedias y que cada año las esperan ansiosamente.
Platón, que estaba molesto con la conversación, intervino:
-Para mí es sólo un demagogo que nunca plantea claramente sus inclinaciones políticas. No sólo utiliza la libertad que le proporciona la democracia para ofender a los aristócratas, sino que se ríe también de la propia democracia y de las clases populares. Gentes de su calaña no son de fiar. Además, maestro, tú  puedes disculpar sus ofensas, incluso con la intención de no provocarle aún más, pero no puedes pedirnos a nosotros que también le perdonemos.


De cómo Sócrates comienza a sentirse viejo.


Continúa en... "La Conjura de Atenas", de José Alcedo. Editada por "Los Libros de Umsaloua" (2013). Pedidos a:    umsaloua@gmail.com






lunes, 26 de octubre de 2015

Disfruta aquí de los primeros capítulos...


Advertencia
Si no eres Aristóteles de Estagira, hijo del médico Nicómaco y nacido en la península de Kalkídika el primer año de la noventa y nueve Olimpiada, te ruego que no sigas leyendo esta carta y que destruyas totalmente su contenido, pues se evidencia que está muy lejos de aquél a quien va dirigida y ten por seguro que el dios Apolo, que vela por su destino, si es que ha sido descuidado en su protección no lo será en el castigo a todos aquellos que osen profanar sus secretos.
Lo escribe Lamprocles, hijo de Sócrates de Alopece y de Xantipa de Kolonos, en el año segundo de la ciento nueve Olimpiada.
Joven y sabio Aristóteles:
En estos cansados días, en los que ya hasta la vejez me parece vieja, me atrevo a molestarte poco antes de que te marches a Macedonia para ser tutor de Alejandro, el hijo de Filipo. Y digo molestarte porque lo que vas a leer cambiará tu vida y te traerá más desgracias que placeres, más desdichas que alegrías. Pero para morir lo tranquilo que no he vivido debo relajar mi alma dando libertad a una terrible historia y tengo la certeza, Aristóteles, de que eres el único hombre de la Hélade capaz de obtener algo bueno de todo lo malo que en ella se encierra.
Toda mi vida ha sido una lucha desesperada por olvidar aquellos hechos que acontecieron en Atenas justo cuando mi padre se me iba muriendo poco a poco. Y debo asegurarte que, aunque él cumplió voluntariamente con la condena impuesta por la Asamblea, el ciudadano Sócrates ya estaba muerto mientras permanecía en la prisión esperando el regreso del barco de Delos.
Al igual que sucediera con Arístides, Temístocles, Fidias y tantos otros magníficos hombres, mi padre también fue víctima de la cruel democracia ateniense, de nuestra forma de gobierno que, como era de esperar, murió como Cronos, después de haber devorado uno a unos a todos sus hijos.
Nadie mejor para contarte esta historia que Hermógenes, mi primer amigo, y quizás también mi primer -y único- amante. Él vivió todos aquellos acontecimientos como protagonista, siempre al lado de Sócrates, y fue uno de los que, como otros muchos discípulos, salvó su vida gracias al sacrificio del propio maestro.
No se habían celebrado cinco Olimpiadas desde mi nacimiento cuando murió mi padre y antes de que llegaran a ocho recibí por sorpresa este escrito que hoy te remito, en el que Hermógenes me contaba todo lo que había sucedido en Atenas en una época en la que coincidieron en la misma ciudad una brillante edad de oro, fascinante y monumental, y unos corazones tan negros como el oscuro mármol de las montañas de Megara.
 Llevo ya mucho tiempo -demasiado- manteniendo en secreto las palabras de Hermógenes, pues nacieron sólo para mí, y hasta hoy he cumplido fielmente su deseo de no difundirlas. Pero una vez que todos mis amigos han abandonado el mundo de los vivos y ya sólo yo quedo de los que sufrimos tan intensamente aquella desgraciada historia, los secretos pueden ser menos secretos y me duele la certeza de que, junto con la propia existencia, me llevaré también a la sepultura lo único de valor que he poseído en esta vida: los pocos recuerdos que en mí permanecen de mi padre.
Por ello te pido, Aristóteles, que leas estos papiros y que guardes sus palabras en tu memoria y en tu corazón. Vas a educar a Alejandro, el hijo de un hombre ambicioso que desea gobernar todas las tierras conocidas. Por eso creo que eres tú el más idóneo para recibir las enseñanzas que se puedan obtener de las palabras de Hermógenes. Yo no he sabido aprovecharlas y está claro que Platón, tu maestro, tampoco.
Para terminar, te traslado la misma petición que me hizo Hermógenes en su tiempo. Esta terrible historia sólo debe servirte de guía y de enseñanza, pero no debería ser conocida por nadie más que tú. Ni mi padre ni la desagradecida Atenas merecen que en los tiempos futuros se les recuerde de forma diferente a la que hoy, tantos años después, se sigue teniendo por real y verdadera.
El final de esta carta, una vez hayas leído el escrito de Hermógenes, no puede ser otro que la narración de los sorprendentes descubrimientos a los que me condujo la interpretación del verdadero oráculo de la Pitia, algo que sucedió mucho después de que mi padre tomara la cicuta y que me enseñó que, si los designios de los dioses pueden ser imprevisibles, más aún lo son las acciones humanas.
Ahora te dejo a solas con Hermógenes y su terrible historia, que te pido protejas con tu inteligencia y con tu silencio. 


De Hermógenes de Atenas para Lamprocles de Alopece.
Segundo año de la noventa y ocho Olimpiada
Siempre querido Lamprocles:
Cuando recibas este escrito, si todo ha salido como estaba previsto, será el octavo o el noveno día del mes de Elafebolion, la época en la que el frío comienza a marcharse y regresan la vida a la tierra y las sonrisas a los rostros. Critón se habrá asegurado de que estos papiros, ocultos en ánforas de grano trasladadas en las bodegas de su propio barco, hayan llegado en buen estado al puerto de Cántaros en Pireo con la tranquilidad de que con el bullicio que reina esos días en los muelles, por ser fechas de Dionisias, su preciada mercancía haya pasado desapercibida entre tantas idas y venidas de extranjeros.
Perdona que por el momento, no te descubra el lugar desde donde te escribo ni por qué he desaparecido de tu vida durante casi cuatro Olimpiadas completas. Ni siquiera sé qué se volverá más intenso si tu dolor por haberte negado yo noticias mías o tu alegría al saber algo nuevo de mí después de tanto tiempo. Sólo te pido, por el amor que compartimos entonces y que yo nunca he olvidado, que leas detenidamente esta carta, ya que en ella aparecen detallados los auténticos motivos que provocaron la tan llorada muerte de tu padre. Una historia que, por ser tan distinta a la que se ha dado por cierta en la propia Atenas y que será la que hereden las futuras generaciones, es necesario que conozcas y que luego olvides, y no la vuelvas a referir nunca más. Tú mismo sabrás, a la vez que vayas leyendo, por qué te digo esto.
Tengo mucho que contarte y lo que aquí aparece te resultará muy extraño. Lo más lógico será empezar por aquellos momentos en los que, sin que nadie lo hubiera podido imaginar, se comenzó a fraguar la que sería la muerte del mejor hombre que haya recorrido nunca las calles de Atenas. En mis palabras aparecerá la auténtica razón del injusto juicio que tuvo que padecer y también toda la verdad -o al menos lo que yo, como espectador de excepción, he conocido de ella- acerca de los crímenes que alteraron a la ya de por sí inquieta vida ateniense y en los que tu padre se vio implicado por ser todos los muertos discípulos suyos.
Viví día a día junto a Sócrates aquellos acontecimientos que hoy te describo y espero que ahora comprendas por qué en aquél tiempo me fui alejando, poco a poco, de tu compañía. Mientras tú disfrutabas la adolescencia con los otros muchachos en la palestra y en los gimnasios, yo estaba inmerso en la mayor aventura que un hombre de nuestro tiempo pudo imaginar, en un corto pero intenso periplo que nos llevó, persiguiendo a unos asesinos, a descubrir que hay hombres semejantes a los dioses y dioses que se comportan igual que los simples mortales.

De cómo aparece muerto Examio y de lo cruel de su muerte.
Todo comenzó el primer año de la noventa y cinco Olimpiada, una mañana de la segunda década de Hecatombeon, el mes del calor y de las cosechas. Estoy seguro de que a pesar del mucho tiempo que ha pasado no lo habrás podido olvidar ya que los acontecimientos de ese día alteraron la vida normal de la siempre agitada Atenas.
Yo me encontraba en tu casa esperando a tu padre para dirigirnos al gimnasio, uno de sus lugares preferidos para conversar y para mantener alguna de sus temidas polémicas. Recuerdo que mientras él no aparecía, yo intentaba enseñarte la relación que mantienen los sonidos de la lira con los números, tal y como defienden los discípulos de Pitágoras. De repente Critón entró en el patio, sobresaltado y con tal expresión de terror en el rostro que sólo podía darnos a entender que algo muy grave había sucedido.
-¡Han matado a uno de los muchachos! ¡Han matado a uno de los muchachos!
 Gritaba sin parar y por momentos su nerviosismo iba en aumento. Tuvimos que esperar a que se calmara y entre jadeos nos comentó que acababan de descubrir el cuerpo de uno de los discípulos de tu padre cruelmente mutilado y depositado, como si de una ofrenda se tratara, sobre el Altar de los Doce Dioses.
-Es algo terrible lo que cuentas, Critón. Pero dime, ¿a cuál de nuestros amigos le ha llegado tanta desgracia? -le preguntó Sócrates.
-Ha sido a Examio, maestro, aquél joven milesio que llegó a Atenas hace apenas un año seducido por la idea de conocerte y oír tus enseñanzas -respondió entre lágrimas y gemidos. A pesar de su gran altura y fortaleza, Critón nunca podía ocultar al hombre sensible e infantil que habitaba en su interior.
-¡Vayamos inmediatamente! -nos animó Sócrates, a la par que salía de la casa sin despedirse de nadie y obligándonos a todos a correr para alcanzarle. Nadie podía dudar en Atenas que para tu padre sus jóvenes discípulos eran tanto o más importantes que sus propios hijos -tú mismo has sufrido desde niño esta discriminación, ¿verdad, Lamprocles?- y la simple idea de que uno de ellos hubiera sido maltratado le estremecía el alma.
Cuando llegamos a los alrededores del Altar de los Doce Dioses, la gran multitud que allí se agolpaba no nos dejó observar nada de lo que había sucedido en su interior a pesar de que los muros que lo rodean no son muy elevados. Pero tu padre se fue abriendo camino entre la muchedumbre y todos le dejaban pasar sin ponerle impedimentos, por el respeto que entonces le tenían y porque sabían que era amigo del muerto. Nosotros entramos tras él y una vez en el interior del recinto, el espectáculo que apareció ante nosotros fue horripilante: el cuerpo de Examio yacía degollado sobre el altar, como si formara parte de un cruel sacrificio a los dioses, y una gran cantidad de sangre rebosaba desde aquel lugar sagrado inundando todo el suelo a su alrededor.
Para cualquier ateniense de aquellos tiempos no era nada extraño contemplar escenas sangrientas, cuerpos despedazados y hombres agonizantes suplicando la muerte como clemencia. Pero todo ello sucedía en el campo de batalla, en cualquiera de las continuas guerras a las que nos enfrentábamos con las ciudades vecinas. Pero ahora era muy distinto. La muerte se presentaba violentamente en el ágora de la ciudad y en un edificio sagrado dedicado a nuestros principales dioses, que tiene además el privilegio de ser el origen de todos los caminos de Atenas y desde el que se determinan las distancias con el resto de las ciudades del Ática. Y los mudos y sobrecogidos testigos que allí estaban no eran hoplitas ni arqueros ni generales, sino mujeres de los puestos del mercado, esclavos, niños y ancianos.
Sócrates avanzó decidido entre el murmullo creciente de los que poco a poco habían ido colándose dentro de los bajos muros que rodean el Altar y observó atentamente el cadáver de Examio. Los pies de tu padre, que siempre llevaba descalzos, se tiñeron de rojo cubiertos por la sangre que iba invadiendo toda la estancia.
Llegaron algunos miembros del Tribunal del Areópago y ordenaron que se retirara inmediatamente el cuerpo ya que su presencia allí suponía una grave ofensa a los dioses a los que estaba consagrado. Para aquellos jueces lo más importante en aquél momento era reparar aquella profanación mediante ritos purificadores y ofrendas. Más tarde vendría la investigación sobre las causas de tan horripilante muerte.
Examio era meteco pues era un hombre libre pero extranjero. Esta circunstancia le privaba de cuantos derechos pudieran tener los ciudadanos nacidos en Atenas, incluida una investigación justa de su asesinato. Desde hacía varios años, la importancia que tenía el Tribunal del Areópago en lo relativo a la justicia de la ciudad había ido disminuyendo paulatinamente y ya sólo se dedicaba a investigar los delitos violentos que derivaban en muerte. Pero sus investigaciones y juicios se limitaban sólo a los atenienses. Los metecos, si eran ricos y ostentaban algún tipo de influencia en la ciudad, acudían al Arconte Polemarco, pero no podían ejercitar su defensa sino a través de un ciudadano que los representase.
Pero esta injusticia no preocupaba en absoluto a los gobernantes de la ciudad, excepto cuando un esclavo o un extranjero cometían algún delito. En ese caso era difícil que tuviera un juicio justo y fueron muchas las veces en las que vi condenar a hombres sin que el tribunal hubiera probado su culpabilidad, tan sólo por darse en ellos la circunstancia de no haber nacido ciudadano ateniense. En el caso de Examio, estaba claro que su asesinato quedaría olvidado para todos, incluidos los jueces, en muy pocos días.
Sabiendo que nadie iba a ocuparse de su cadáver si no lo hacíamos nosotros mismos, desplazamos con esfuerzo y dolor el cuerpo hacia el pórtico del Rey, justo enfrente del Altar de los Doce Dioses. Allí lo lavamos y lo envolvimos en unas viejas telas que nos ofreció uno de los mercaderes que estaba abriendo su negocio en aquél momento. No intentamos trasladar el cadáver hasta su casa para velarlo pues el malogrado joven vivía en una estrecha cabaña de alquiler que debía compartir con cualquiera que ofreciera unas monedas a su propietario. Para evitar cualquier desagradable incidente con los otros inquilinos, decidimos enterrarle lo antes posible en algún lugar fuera de las murallas más allá de Cerámico, el barrio de los alfareros, y alejado por lo tanto de la zona más noble de inhumaciones.
Pero antes de que iniciáramos el camino hacia las afueras de la ciudad, atravesando Atenas justo por donde se aleja el río Eridanos a través de las Puertas Dipylon de las murallas, Sócrates quiso examinar detenidamente el cuerpo de Examio. Lo liberó de las telas que lo cubrían y se inclinó sobre él.
-No es justo que un cuerpo tan bello haya sido maltratado de esta manera -dijo pausadamente-. ¡Y pensar que en todo un año ni me he percatado de la presencia de este joven pues no intervenía en nuestros debates y sólo se dedicaba a escucharnos! En cambio hoy, sin pretenderlo, se ha convertido en el protagonista de nuestra vida y de nuestros llantos, y de la manera más cruel posible.
-¡No podemos permitir que este crimen quede sin resolver ni que los asesinos vivan tranquilos como si nada hubiera pasado! -gritó desesperado Euclides, el megariense, que al ser también meteco sabía muy bien lo que era sentirse desprotegido por la justicia de Atenas-. ¡Estamos obligados a buscar al culpable!
-Estoy de acuerdo contigo, Euclides -afirmó Platón y continuó después hablando directamente a Sócrates- ¿Quién mejor que tú, nuestro maestro, para que, usando tu conocida inteligencia y tu capacidad de observación, nos traiga la luz que ilumine nuestro desconocimiento y haga desaparecer nuestro dolor?
Aristocles, al que todos menos tu padre siempre hemos llamado Platón debido a sus anchas espaldas, me persiguió con la mirada, suplicándome complicidad en la petición que acababa de hacer, pero yo rehuí realizar algún comentario. Sabía perfectamente que Sócrates no era persona que se dejara influir por los consejos de los demás y por supuesto estaba seguro de que él ya habría tomado alguna decisión sobre aquél terrible asunto antes incluso de que su discípulo preferido se hubiera atrevido a proponérselo.
Todo el grupo se mostró de acuerdo con la idea de Platón, pero Sócrates se apresuró a comunicarnos su negativa a participar en aquella aventura.
-Está claro que exageráis mi valía y mis capacidades. Y me apena mucho comprobar cómo, a pesar del tiempo que lleváis conmigo, no habéis comprendido todavía que, cuando planteo mis preguntas en el ágora, lo único que pretendo es conseguir lo mismo que lograba mi madre, la partera Fenarete, cuando atendía los nacimientos: ayudar a parir. Ella traía niños al mundo y yo, como digno hijo suyo, intento ayudar a mis convecinos a parir los conocimientos que todos llevamos en nuestro interior, aun sin ser conscientes de ello, y esto sólo se consigue si nuestro discurso nace de la aceptación de nuestro propio desconocimiento. No creo, pues, que alguien como yo, cuya única aspiración es descubrir y proclamar su gran ignorancia, sea el más apropiado para dirigir la investigación de un crimen. Enterremos pues a Examio y pidamos por él a los dioses ya que ha sido designio de ellos el que terminase de tan triste manera su existencia.

Del entierro de Examio y del inicio de nuestras investigaciones.
Justo en el momento en el que Sócrates acababa de pronunciar su corta pero contundente respuesta llegaron varios de los esclavos de Critón, que se acercaron al pórtico del Rey con un carro tirado por mulas y lo suficientemente amplio como para transportar el cuerpo de Examio.
Platón y los demás discípulos no disimularon la decepción que les produjo la negativa de Sócrates a investigar el asunto pues además sabían que una vez que el maestro había tomado una decisión, nada ni nadie conseguirían que volviera a replantearse su actitud. Con resignación, cargamos el cadáver en el carro y nos dirigimos hacia la zona exterior del barrio de Cerámico en busca de un lugar tranquilo donde poder enterrar a nuestro amigo de la forma más digna posible.
Una vez excavamos la tumba, tu padre entreabrió, no sin dificultad, la boca al discípulo muerto y depositó en ella un óbolo para Carón, moneda que tuve que proporcionarle yo pues de sobra sabes que él nunca llevaba dinero consigo. A continuación nos ofreció un breve discurso en el que disertó sobre lo inesperado de la muerte y la fugacidad de la vida.
Todos los que allí estábamos, excepto Lisímaco, que decidió quedarse algo más de tiempo junto a la tumba de su amigo, nos dirigimos a una de las tabernas del ágora en un intento de mantenernos unidos y beber algo de vino en recuerdo de Examio.
Entonces fue cuando recordé un hecho que me había llamado la atención cuando trasladamos el cuerpo y que posteriormente, en medio de tanto dolor y excitación, se me había llegado a olvidar: al cadáver de Examio le faltaba una sandalia. Pero en aquél momento no le di más importancia al asunto ya que a causa de lo violento de su muerte era normal que la hubiera perdido, e incluso podía haberse caído en el ajetreado viaje en carro hacia las afueras de la ciudad.
Ya en la taberna nos dedicamos a beber grandes cantidades de vino barato, muy poco aguado, y a comentar, en una triste conversación que no era sino una extraña combinación de muchos monólogos simultáneos, los escasos recuerdos que teníamos de Examio y lo tímido que este siempre se había mostrado con nosotros. De repente, Sócrates se levantó y dijo:
-Hermógenes y yo debemos marcharnos ya que esta mañana dejamos un asunto a medio terminar y debemos acudir a él con premura.
Estas palabras causaron sorpresa y desolación en el grupo porque para todos no eran sino la demostración de que desde aquél momento, Sócrates había empezado a olvidar todo lo que había acontecido con Examio y quedaba claro que la negativa a investigar su muerte no era más que una total falta de interés por su discípulo. Por un momento percibí en nuestros amigos un sentimiento de duda, una falta de seguridad en si realmente tu padre era un hombre extraordinario y digno de admiración, como ellos así lo consideraban, o si en realidad no era nada más que un individuo corriente con cierta facilidad para el razonamiento y el discurso, justo como lo definían sus enemigos.
La decepción y la extrañeza que la actitud de Sócrates provocó entre los jóvenes no eran nada comparadas con mi propia sorpresa puesto que ni yo tenía ningún asunto pendiente con él ni deseaba separarme del grupo en aquellos momentos tan difíciles.
No obstante, actué como si todo fuera cierto y seguí sus pasos por el Camino de las Panateneas. En un puesto del mercado él aceptó una manzana que le ofreció una dependienta y no acerté a comprender cómo, aunque ya habíamos pasado de sobra el mediodía y el momento de la comida, tu padre aún podía tener apetito después de haber vivido los trágicos acontecimientos de aquella mañana.
Tras una agotadora subida, ya que las nubes no quisieron molestar con su reconfortante presencia al ardiente sol de aquél terrible mes de Hecatombeon, atravesamos los Propileos de entrada a la Acrópolis y Sócrates se dirigió hacia el pórtico de Ártemis y, acercándose a uno de sus muros que yo conocía muy bien,  me dijo:
-¿Recuerdas, Hermógenes, cuando acepté la propuesta de Pericles de esculpir este relieve de las tres Cárites justo aquí, en la Acrópolis? Todo el mundo pensó que nuestro gobernante había perdido la razón pues dudaban de que de un padre que no había pasado de ser un simple cantero pudiera esperarse un hijo escultor. ¡En verdad que fue aquella la primera vez que conseguí una opinión unánime sobre mí! -dijo entre risas, y la expresión de su cara me anunció que en aquél instante su mente había retrocedido muchos años atrás.
No erraba tu padre en sus recuerdos, Lamprocles, pues no fueron pocos los que criticaron aquél encargo y acusaron a Sócrates de haberse aprovechado de su amistad con Pericles para conseguirlo pues fue precisamente en vuestra propia casa donde nuestro entonces gobernante se enamoró de una hermosa y desconocida hetaira llamada Aspasia de Mileto.
Lamentablemente, el tiempo y la envidia no han ofrecido muchas oportunidades a los hombres para que pudieran emitir su opinión sobre el relieve ya que la misma noche en la que tu padre fue encarcelado tras su condena a muerte alguien destruyó a martillazos su efímera obra. Los atenienses de los próximos años no podrán conocer a Áglaya, la que despierta la inteligencia; Eufrósine, garante de la alegría; y Talía, la benefactora de las festividades. Las que pudieron haber sido las famosas tres Cárites de la Acrópolis fueron mancilladas por alguien que quiso borrar de Atenas cualquier indicio de que alguna vez había recorrido sus calles un ciudadano libre llamado Sócrates.
Mientras contemplaba junto a tu padre el relieve comprendí que su extraño comportamiento y su precipitación al alejarnos de los jóvenes no eran sino un pretexto para ocultar algo más profundo que le estaba preocupando. No sé qué fue lo que me hizo suponer que estaba a punto de hacerme partícipe de sus sentimientos, pero no me equivoqué. Gracias a una sutil argucia me había ido conduciendo hacia una de las zonas más solitarias de la bulliciosa Atenas pues a aquella hora de la tarde, y sin sacrificios ni fiestas programadas, pocas personas se acercaban a la meseta que alberga el centro religioso de nuestra ciudad.
-Pues claro que recuerdo aquél ofrecimiento que te hizo Pericles -continué con la conversación que él mismo había iniciado sobre el encargo de las tres Cárites- y tengo bien presente cómo te esforzaste en demostrar que podías ser un buen escultor y nunca olvidaré tu insistencia cada vez que me repetías que el trabajo de esculpir era, simplemente, liberar las figuras que estaban encerradas en el interior de la piedra eliminando el material sobrante que las ocultaba a nuestros sentidos.
-Igual que hay que hacer con las almas.
-Igual.
Callé por un momento recordando aquellos años de juventud, cuando ambos tuvimos la oportunidad de vivir en la época más gloriosa de nuestra ciudad y los atenienses nos sentíamos el centro del mundo conocido. ¡Qué distante esa concepción de la actual, querido Lamprocles! Las continuas guerras y las numerosas derrotas sufridas no han hecho sino conducirnos a una triste realidad: ni Atenas es la mejor ciudad posible ni nuestra democracia es el mejor sistema para gobernarla.
Abandonamos el recinto de Ártemis y Sócrates decidió que nos sentáramos a la sombra de la gran estatua de Atenea Promacos.  Presentí que ya faltaba menos para conocer lo que estaba tramando mi viejo amigo.
Tu padre rebuscó entre los pliegues de su ropa, más sucia aún si cabe que un día normal debido a las oscuras manchas que la sangre de Examio y la húmeda tierra de Cerámico habían depositado sobre su ajado quitón. Lentamente sacó del interior de la manga izquierda un pequeño objeto y un fino cordón de lino.
-¡Menos mal que no se me ha caído con tanto alboroto! Habría sido una verdadera lástima.
Frotó el pequeño objeto -cabía perfectamente en su puño cerrado- sobre la ropa con la intención de limpiarlo pues estaba cubierto de sangre reseca. Cuando terminó sus tareas de limpieza, Sócrates lo alzó a la altura de sus ojos, y exclamó:
-¡Un delfín!
Yo entonces -al igual que durante todo el transcurso de esta historia, ya te irás dando cuenta- no me enteraba de nada y en lugar de encontrar algunas respuestas, que era lo que ansiosamente anhelaba, lo que iba aumentando por momentos era mi perplejidad.
Tu padre lo advirtió y para aliviar mi extrañeza, me relató cómo, al entrar en el Altar de los Doce Dioses y sin que nadie más se hubiera percatado de ello, había encontrado aquél colgante junto al cuerpo de Examio, así como la habilidad con la que lo ocultó entre sus ropas con la intención de entregárselo más tarde a alguno de los amigos del fallecido.
Sócrates me lo ofreció y entonces tuve entre mis manos un pequeño delfín azul y blanco parecido a otros muchos objetos de cerámica que los jóvenes se regalan y cuelgan de su cuello, cerca del corazón,  cuando están enamorados.
No le di más importancia al hallazgo y simplemente supuse que tu padre había salvado del saqueo un objeto que tendría un gran valor sentimental para alguno de los amigos más íntimos de Examio, quizás Lisímaco.
Pero él no pensaba de la misma manera. Acarició la pequeña figurita y la frotó como si quisiera sacarle el brillo que nunca había tenido. Sus dedos rozaron una mínima muesca en el lomo del animal y al presionarla quedó al descubierto un pequeño compartimento destinado a albergar una pequeña joya o algún recuerdo de un ser amado.
Sin importarle invadir la vida privada de su discípulo, Sócrates extrajo de la tripa del delfín de barro un minúsculo trozo de papiro plegado. Lo abrió y se quedó sin habla, con la mirada fija en tan pequeño objeto, pero a la vez distante y alejada de todo lo que nos rodeaba.
Me lo ofreció para que yo también lo examinara y pude ver, escrita con una tinta tan roja como la sangre, una frase. Tan sólo una breve frase, idéntica a otras muchas de las expresiones propias de los adolescentes enamorados.
Alguien había escrito: “No desees lo imposible”.
Sócrates devolvió el papiro a su lugar en el colgante, lo guardó nuevamente entre sus ropas y, como si me estuviera confiando un secreto, dijo:
-Estoy seguro de que aquel que entregó este obsequio a Examio sabe más de su muerte que nosotros. No menciones nada de esto a los muchachos. No quisiera preocuparles ni ponerles en peligro. Mejor, no se lo cuentes a nadie.
Al escucharle me di cuenta de que, al contrario de lo que dijo en el pórtico del Rey, Sócrates estaba decidido a investigar la muerte de Examio. Y también estaba claro que prefería mantenerlo en secreto y que desde aquél momento, por decisión suya, yo también formaría parte de aquella inquietante aventura.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Improvisada firma de libros

Cualquier sitio es bueno si la compañía es buena... Y si es en Casa Perico (Puerto Real), mejor. Allí quedaron los últimos ejemplares de la más reciente edición. ¡En breve tendremos más!


 







miércoles, 17 de junio de 2015

Feria del Libro de San Fernando


       El próximo domingo 21 de junio La Conjura de Atenas estará presente en una Mesa Redonda sobre Novela Histórica, que tendrá lugar en San Fernando con motivo de la clausura de la Feria del Libro de esta ciudad, que se está celebrando en la céntrica Alameda Moreno de Guerra.



            El acto comenzará a las 20:00 horas, y José Alcedo compartirá sus comentarios con escritores tan prestigiosos como Hilda Martín (“El Libro de las Mareas”) o Julio Molina (“Crónica Negra en el Cádiz de la Posguerra”). Asimismo, dará a conocer un avance de la que será su próxima novela “La Cariátide Decapitada”.

            En dicho coloquio se departirá sobre las características que definen la Novela Histórica, sus diferencias con otras literaturas “de género” y el auge o decadencia de dicho tipo de literatura.

            Al finalizar la Mesa Redonda, el autor puertorrealeño firmará ejemplares de su novela “La Conjura de Atenas”, publicado por “Los Libros de Umsaloua” y que está a punto de agotar su segunda edición.


miércoles, 15 de abril de 2015

Feria del Libro de Tomares (Sevilla)

     El próximo sábado 18 de abril, a partir de las 18:30 horas, en la prestigiosa Feria del Libro de Tomares, tendremos un encuentro con los lectores y firma de libros de "La Conjura de Atenas" en la caseta de la editorial "Los Libros de Umsaloua". ¡Os esperamos!