Advertencia
Si no eres Aristóteles de
Estagira, hijo del médico Nicómaco y nacido en la península de Kalkídika el
primer año de la noventa y nueve Olimpiada, te ruego que no sigas leyendo esta
carta y que destruyas totalmente su contenido, pues se evidencia que está muy
lejos de aquél a quien va dirigida y ten por seguro que el dios Apolo, que vela
por su destino, si es que ha sido descuidado en su protección no lo será en el
castigo a todos aquellos que osen profanar sus secretos.
Lo escribe Lamprocles,
hijo de Sócrates de Alopece y de Xantipa de Kolonos, en el año segundo de la
ciento nueve Olimpiada.
Joven y sabio
Aristóteles:
En estos cansados días,
en los que ya hasta la vejez me parece vieja, me atrevo a molestarte poco antes
de que te marches a Macedonia para ser tutor de Alejandro, el hijo de Filipo. Y
digo molestarte porque lo que vas a leer cambiará tu vida y te traerá más
desgracias que placeres, más desdichas que alegrías. Pero para morir lo
tranquilo que no he vivido debo relajar mi alma dando libertad a una terrible
historia y tengo la certeza, Aristóteles, de que eres el único hombre de la
Hélade capaz de obtener algo bueno de todo lo malo que en ella se encierra.
Toda mi vida ha sido una
lucha desesperada por olvidar aquellos hechos que acontecieron en Atenas justo
cuando mi padre se me iba muriendo poco a poco. Y debo asegurarte que, aunque
él cumplió voluntariamente con la condena impuesta por la Asamblea, el ciudadano
Sócrates ya estaba muerto mientras permanecía en la prisión esperando el
regreso del barco de Delos.
Al igual que sucediera
con Arístides, Temístocles, Fidias y tantos otros magníficos hombres, mi padre
también fue víctima de la cruel democracia ateniense, de nuestra forma de
gobierno que, como era de esperar, murió como Cronos, después de haber devorado
uno a unos a todos sus hijos.
Nadie mejor para contarte
esta historia que Hermógenes, mi primer amigo, y quizás también mi primer -y
único- amante. Él vivió todos aquellos acontecimientos como protagonista,
siempre al lado de Sócrates, y fue uno de los que, como otros muchos
discípulos, salvó su vida gracias al sacrificio del propio maestro.
No se habían celebrado
cinco Olimpiadas desde mi nacimiento cuando murió mi padre y antes de que
llegaran a ocho recibí por sorpresa este escrito que hoy te remito, en el que
Hermógenes me contaba todo lo que había sucedido en Atenas en una época en la
que coincidieron en la misma ciudad una brillante edad de oro, fascinante y
monumental, y unos corazones tan negros como el oscuro mármol de las montañas
de Megara.
Llevo ya mucho tiempo -demasiado- manteniendo
en secreto las palabras de Hermógenes, pues nacieron sólo para mí, y hasta hoy
he cumplido fielmente su deseo de no difundirlas. Pero una vez que todos mis
amigos han abandonado el mundo de los vivos y ya sólo yo quedo de los que
sufrimos tan intensamente aquella desgraciada historia, los secretos pueden ser
menos secretos y me duele la certeza de que, junto con la propia existencia, me
llevaré también a la sepultura lo único de valor que he poseído en esta vida:
los pocos recuerdos que en mí permanecen de mi padre.
Por ello te pido,
Aristóteles, que leas estos papiros y que guardes sus palabras en tu memoria y
en tu corazón. Vas a educar a Alejandro, el hijo de un hombre ambicioso que
desea gobernar todas las tierras conocidas. Por eso creo que eres tú el más
idóneo para recibir las enseñanzas que se puedan obtener de las palabras de
Hermógenes. Yo no he sabido aprovecharlas y está claro que Platón, tu maestro,
tampoco.
Para terminar, te
traslado la misma petición que me hizo Hermógenes en su tiempo. Esta terrible
historia sólo debe servirte de guía y de enseñanza, pero no debería ser
conocida por nadie más que tú. Ni mi padre ni la desagradecida Atenas merecen
que en los tiempos futuros se les recuerde de forma diferente a la que hoy,
tantos años después, se sigue teniendo por real y verdadera.
El final de esta carta,
una vez hayas leído el escrito de Hermógenes, no puede ser otro que la
narración de los sorprendentes descubrimientos a los que me condujo la
interpretación del verdadero oráculo de la Pitia, algo que sucedió mucho
después de que mi padre tomara la cicuta y que me enseñó que, si los designios
de los dioses pueden ser imprevisibles, más aún lo son las acciones humanas.
Ahora te dejo a solas con
Hermógenes y su terrible historia, que te pido protejas con tu inteligencia y
con tu silencio.
De Hermógenes de Atenas
para Lamprocles de Alopece.
Segundo año de la noventa
y ocho Olimpiada
Siempre querido
Lamprocles:
Cuando recibas este
escrito, si todo ha salido como estaba previsto, será el octavo o el noveno día
del mes de Elafebolion, la época en la que el frío comienza a marcharse y
regresan la vida a la tierra y las sonrisas a los rostros. Critón se habrá
asegurado de que estos papiros, ocultos en ánforas de grano trasladadas en las
bodegas de su propio barco, hayan llegado en buen estado al puerto de Cántaros
en Pireo con la tranquilidad de que con el bullicio que reina esos días en los
muelles, por ser fechas de Dionisias, su preciada mercancía haya pasado
desapercibida entre tantas idas y venidas de extranjeros.
Perdona que por el
momento, no te descubra el lugar desde donde te escribo ni por qué he
desaparecido de tu vida durante casi cuatro Olimpiadas completas. Ni siquiera
sé qué se volverá más intenso si tu dolor por haberte negado yo noticias mías o
tu alegría al saber algo nuevo de mí después de tanto tiempo. Sólo te pido, por
el amor que compartimos entonces y que yo nunca he olvidado, que leas
detenidamente esta carta, ya que en ella aparecen detallados los auténticos
motivos que provocaron la tan llorada muerte de tu padre. Una historia que, por
ser tan distinta a la que se ha dado por cierta en la propia Atenas y que será
la que hereden las futuras generaciones, es necesario que conozcas y que luego
olvides, y no la vuelvas a referir nunca más. Tú mismo sabrás, a la vez que
vayas leyendo, por qué te digo esto.
Tengo mucho que contarte
y lo que aquí aparece te resultará muy extraño. Lo más lógico será empezar por
aquellos momentos en los que, sin que nadie lo hubiera podido imaginar, se
comenzó a fraguar la que sería la muerte del mejor hombre que haya recorrido
nunca las calles de Atenas. En mis palabras aparecerá la auténtica razón del
injusto juicio que tuvo que padecer y también toda la verdad -o al menos lo que
yo, como espectador de excepción, he conocido de ella- acerca de los crímenes
que alteraron a la ya de por sí inquieta vida ateniense y en los que tu padre
se vio implicado por ser todos los muertos discípulos suyos.
Viví día a día junto a
Sócrates aquellos acontecimientos que hoy te describo y espero que ahora
comprendas por qué en aquél tiempo me fui alejando, poco a poco, de tu
compañía. Mientras tú disfrutabas la adolescencia con los otros muchachos en la
palestra y en los gimnasios, yo estaba inmerso en la mayor aventura que un
hombre de nuestro tiempo pudo imaginar, en un corto pero intenso periplo que
nos llevó, persiguiendo a unos asesinos, a descubrir que hay hombres semejantes
a los dioses y dioses que se comportan igual que los simples mortales.
De cómo aparece muerto Examio y de lo
cruel de su muerte.
Todo comenzó el primer
año de la noventa y cinco Olimpiada, una mañana de la segunda década de
Hecatombeon, el mes del calor y de las cosechas. Estoy seguro de que a pesar
del mucho tiempo que ha pasado no lo habrás podido olvidar ya que los
acontecimientos de ese día alteraron la vida normal de la siempre agitada Atenas.
Yo me encontraba en tu
casa esperando a tu padre para dirigirnos al gimnasio, uno de sus lugares
preferidos para conversar y para mantener alguna de sus temidas polémicas.
Recuerdo que mientras él no aparecía, yo intentaba enseñarte la relación que mantienen
los sonidos de la lira con los números, tal y como defienden los discípulos de
Pitágoras. De repente Critón entró en el patio, sobresaltado y con tal
expresión de terror en el rostro que sólo podía darnos a entender que algo muy
grave había sucedido.
-¡Han matado a uno de los
muchachos! ¡Han matado a uno de los muchachos!
Gritaba sin parar y por momentos su
nerviosismo iba en aumento. Tuvimos que esperar a que se calmara y entre jadeos
nos comentó que acababan de descubrir el cuerpo de uno de los discípulos de tu
padre cruelmente mutilado y depositado, como si de una ofrenda se tratara,
sobre el Altar de los Doce Dioses.
-Es algo terrible lo que
cuentas, Critón. Pero dime, ¿a cuál de nuestros amigos le ha llegado tanta
desgracia? -le preguntó Sócrates.
-Ha sido a Examio,
maestro, aquél joven milesio que llegó a Atenas hace apenas un año seducido por
la idea de conocerte y oír tus enseñanzas -respondió entre lágrimas y gemidos.
A pesar de su gran altura y fortaleza, Critón nunca podía ocultar al hombre
sensible e infantil que habitaba en su interior.
-¡Vayamos inmediatamente!
-nos animó Sócrates, a la par que salía de la casa sin despedirse de nadie y
obligándonos a todos a correr para alcanzarle. Nadie podía dudar en Atenas que
para tu padre sus jóvenes discípulos eran tanto o más importantes que sus
propios hijos -tú mismo has sufrido desde niño esta discriminación, ¿verdad,
Lamprocles?- y la simple idea de que uno de ellos hubiera sido maltratado le
estremecía el alma.
Cuando llegamos a los
alrededores del Altar de los Doce Dioses, la gran multitud que allí se agolpaba
no nos dejó observar nada de lo que había sucedido en su interior a pesar de
que los muros que lo rodean no son muy elevados. Pero tu padre se fue abriendo
camino entre la muchedumbre y todos le dejaban pasar sin ponerle impedimentos,
por el respeto que entonces le tenían y porque sabían que era amigo del muerto.
Nosotros entramos tras él y una vez en el interior del recinto, el espectáculo
que apareció ante nosotros fue horripilante: el cuerpo de Examio yacía
degollado sobre el altar, como si formara parte de un cruel sacrificio a los
dioses, y una gran cantidad de sangre rebosaba desde aquel lugar sagrado
inundando todo el suelo a su alrededor.
Para cualquier ateniense
de aquellos tiempos no era nada extraño contemplar escenas sangrientas, cuerpos
despedazados y hombres agonizantes suplicando la muerte como clemencia. Pero
todo ello sucedía en el campo de batalla, en cualquiera de las continuas
guerras a las que nos enfrentábamos con las ciudades vecinas. Pero ahora era
muy distinto. La muerte se presentaba violentamente en el ágora de la ciudad y
en un edificio sagrado dedicado a nuestros principales dioses, que tiene además
el privilegio de ser el origen de todos los caminos de Atenas y desde el que se
determinan las distancias con el resto de las ciudades del Ática. Y los mudos y
sobrecogidos testigos que allí estaban no eran hoplitas ni arqueros ni
generales, sino mujeres de los puestos del mercado, esclavos, niños y ancianos.
Sócrates avanzó decidido
entre el murmullo creciente de los que poco a poco habían ido colándose dentro
de los bajos muros que rodean el Altar y observó atentamente el cadáver de
Examio. Los pies de tu padre, que siempre llevaba descalzos, se tiñeron de rojo
cubiertos por la sangre que iba invadiendo toda la estancia.
Llegaron algunos miembros
del Tribunal del Areópago y ordenaron que se retirara inmediatamente el cuerpo
ya que su presencia allí suponía una grave ofensa a los dioses a los que estaba
consagrado. Para aquellos jueces lo más importante en aquél momento era reparar
aquella profanación mediante ritos purificadores y ofrendas. Más tarde vendría
la investigación sobre las causas de tan horripilante muerte.
Examio era meteco pues
era un hombre libre pero extranjero. Esta circunstancia le privaba de cuantos
derechos pudieran tener los ciudadanos nacidos en Atenas, incluida una
investigación justa de su asesinato. Desde hacía varios años, la importancia
que tenía el Tribunal del Areópago en lo relativo a la justicia de la ciudad
había ido disminuyendo paulatinamente y ya sólo se dedicaba a investigar los
delitos violentos que derivaban en muerte. Pero sus investigaciones y juicios
se limitaban sólo a los atenienses. Los metecos, si eran ricos y ostentaban algún
tipo de influencia en la ciudad, acudían al Arconte Polemarco, pero no podían
ejercitar su defensa sino a través de un ciudadano que los representase.
Pero esta injusticia no
preocupaba en absoluto a los gobernantes de la ciudad, excepto cuando un esclavo
o un extranjero cometían algún delito. En ese caso era difícil que tuviera un
juicio justo y fueron muchas las veces en las que vi condenar a hombres sin que
el tribunal hubiera probado su culpabilidad, tan sólo por darse en ellos la
circunstancia de no haber nacido ciudadano ateniense. En el caso de Examio,
estaba claro que su asesinato quedaría olvidado para todos, incluidos los
jueces, en muy pocos días.
Sabiendo que nadie iba a
ocuparse de su cadáver si no lo hacíamos nosotros mismos, desplazamos con
esfuerzo y dolor el cuerpo hacia el pórtico del Rey, justo enfrente del Altar
de los Doce Dioses. Allí lo lavamos y lo envolvimos en unas viejas telas que
nos ofreció uno de los mercaderes que estaba abriendo su negocio en aquél
momento. No intentamos trasladar el cadáver hasta su casa para velarlo pues el
malogrado joven vivía en una estrecha cabaña de alquiler que debía compartir
con cualquiera que ofreciera unas monedas a su propietario. Para evitar
cualquier desagradable incidente con los otros inquilinos, decidimos enterrarle
lo antes posible en algún lugar fuera de las murallas más allá de Cerámico, el
barrio de los alfareros, y alejado por lo tanto de la zona más noble de
inhumaciones.
Pero antes de que
iniciáramos el camino hacia las afueras de la ciudad, atravesando Atenas justo
por donde se aleja el río Eridanos a través de las Puertas Dipylon de las
murallas, Sócrates quiso examinar detenidamente el cuerpo de Examio. Lo liberó
de las telas que lo cubrían y se inclinó sobre él.
-No es justo que un
cuerpo tan bello haya sido maltratado de esta manera -dijo pausadamente-. ¡Y
pensar que en todo un año ni me he percatado de la presencia de este joven pues
no intervenía en nuestros debates y sólo se dedicaba a escucharnos! En cambio
hoy, sin pretenderlo, se ha convertido en el protagonista de nuestra vida y de
nuestros llantos, y de la manera más cruel posible.
-¡No podemos permitir que
este crimen quede sin resolver ni que los asesinos vivan tranquilos como si
nada hubiera pasado! -gritó desesperado Euclides, el megariense, que al ser
también meteco sabía muy bien lo que era sentirse desprotegido por la justicia
de Atenas-. ¡Estamos obligados a buscar al culpable!
-Estoy de acuerdo
contigo, Euclides -afirmó Platón y continuó después hablando directamente a
Sócrates- ¿Quién mejor que tú, nuestro maestro, para que, usando tu conocida
inteligencia y tu capacidad de observación, nos traiga la luz que ilumine
nuestro desconocimiento y haga desaparecer nuestro dolor?
Aristocles, al que todos
menos tu padre siempre hemos llamado Platón debido a sus anchas espaldas, me
persiguió con la mirada, suplicándome complicidad en la petición que acababa de
hacer, pero yo rehuí realizar algún comentario. Sabía perfectamente que
Sócrates no era persona que se dejara influir por los consejos de los demás y
por supuesto estaba seguro de que él ya habría tomado alguna decisión sobre
aquél terrible asunto antes incluso de que su discípulo preferido se hubiera
atrevido a proponérselo.
Todo el grupo se mostró
de acuerdo con la idea de Platón, pero Sócrates se apresuró a comunicarnos su
negativa a participar en aquella aventura.
-Está claro que exageráis
mi valía y mis capacidades. Y me apena mucho comprobar cómo, a pesar del tiempo
que lleváis conmigo, no habéis comprendido todavía que, cuando planteo mis
preguntas en el ágora, lo único que pretendo es conseguir lo mismo que lograba
mi madre, la partera Fenarete, cuando atendía los nacimientos: ayudar a parir.
Ella traía niños al mundo y yo, como digno hijo suyo, intento ayudar a mis
convecinos a parir los conocimientos que todos llevamos en nuestro interior,
aun sin ser conscientes de ello, y esto sólo se consigue si nuestro discurso
nace de la aceptación de nuestro propio desconocimiento. No creo, pues, que
alguien como yo, cuya única aspiración es descubrir y proclamar su gran
ignorancia, sea el más apropiado para dirigir la investigación de un crimen.
Enterremos pues a Examio y pidamos por él a los dioses ya que ha sido designio
de ellos el que terminase de tan triste manera su existencia.
Del entierro de Examio y del inicio
de nuestras investigaciones.
Justo en el momento en el
que Sócrates acababa de pronunciar su corta pero contundente respuesta llegaron
varios de los esclavos de Critón, que se acercaron al pórtico del Rey con un
carro tirado por mulas y lo suficientemente amplio como para transportar el
cuerpo de Examio.
Platón y los demás
discípulos no disimularon la decepción que les produjo la negativa de Sócrates
a investigar el asunto pues además sabían que una vez que el maestro había
tomado una decisión, nada ni nadie conseguirían que volviera a replantearse su
actitud. Con resignación, cargamos el cadáver en el carro y nos dirigimos hacia
la zona exterior del barrio de Cerámico en busca de un lugar tranquilo donde
poder enterrar a nuestro amigo de la forma más digna posible.
Una vez excavamos la
tumba, tu padre entreabrió, no sin dificultad, la boca al discípulo muerto y
depositó en ella un óbolo para Carón, moneda que tuve que proporcionarle yo
pues de sobra sabes que él nunca llevaba dinero consigo. A continuación nos
ofreció un breve discurso en el que disertó sobre lo inesperado de la muerte y
la fugacidad de la vida.
Todos los que allí
estábamos, excepto Lisímaco, que decidió quedarse algo más de tiempo junto a la
tumba de su amigo, nos dirigimos a una de las tabernas del ágora en un intento
de mantenernos unidos y beber algo de vino en recuerdo de Examio.
Entonces fue cuando
recordé un hecho que me había llamado la atención cuando trasladamos el cuerpo
y que posteriormente, en medio de tanto dolor y excitación, se me había llegado
a olvidar: al cadáver de Examio le faltaba una sandalia. Pero en aquél momento
no le di más importancia al asunto ya que a causa de lo violento de su muerte
era normal que la hubiera perdido, e incluso podía haberse caído en el
ajetreado viaje en carro hacia las afueras de la ciudad.
Ya en la taberna nos
dedicamos a beber grandes cantidades de vino barato, muy poco aguado, y a
comentar, en una triste conversación que no era sino una extraña combinación de
muchos monólogos simultáneos, los escasos recuerdos que teníamos de Examio y lo
tímido que este siempre se había mostrado con nosotros. De repente, Sócrates se
levantó y dijo:
-Hermógenes y yo debemos
marcharnos ya que esta mañana dejamos un asunto a medio terminar y debemos
acudir a él con premura.
Estas palabras causaron
sorpresa y desolación en el grupo porque para todos no eran sino la
demostración de que desde aquél momento, Sócrates había empezado a olvidar todo
lo que había acontecido con Examio y quedaba claro que la negativa a investigar
su muerte no era más que una total falta de interés por su discípulo. Por un
momento percibí en nuestros amigos un sentimiento de duda, una falta de
seguridad en si realmente tu padre era un hombre extraordinario y digno de
admiración, como ellos así lo consideraban, o si en realidad no era nada más
que un individuo corriente con cierta facilidad para el razonamiento y el
discurso, justo como lo definían sus enemigos.
La decepción y la
extrañeza que la actitud de Sócrates provocó entre los jóvenes no eran nada
comparadas con mi propia sorpresa puesto que ni yo tenía ningún asunto
pendiente con él ni deseaba separarme del grupo en aquellos momentos tan
difíciles.
No obstante, actué como
si todo fuera cierto y seguí sus pasos por el Camino de las Panateneas. En un
puesto del mercado él aceptó una manzana que le ofreció una dependienta y no
acerté a comprender cómo, aunque ya habíamos pasado de sobra el mediodía y el
momento de la comida, tu padre aún podía tener apetito después de haber vivido
los trágicos acontecimientos de aquella mañana.
Tras una agotadora
subida, ya que las nubes no quisieron molestar con su reconfortante presencia
al ardiente sol de aquél terrible mes de Hecatombeon, atravesamos los Propileos
de entrada a la Acrópolis y Sócrates se dirigió hacia el pórtico de Ártemis y,
acercándose a uno de sus muros que yo conocía muy bien, me dijo:
-¿Recuerdas, Hermógenes,
cuando acepté la propuesta de Pericles de esculpir este relieve de las tres Cárites
justo aquí, en la Acrópolis? Todo el mundo pensó que nuestro gobernante había
perdido la razón pues dudaban de que de un padre que no había pasado de ser un
simple cantero pudiera esperarse un hijo escultor. ¡En verdad que fue aquella
la primera vez que conseguí una opinión unánime sobre mí! -dijo entre risas, y
la expresión de su cara me anunció que en aquél instante su mente había
retrocedido muchos años atrás.
No erraba tu padre en sus
recuerdos, Lamprocles, pues no fueron pocos los que criticaron aquél encargo y
acusaron a Sócrates de haberse aprovechado de su amistad con Pericles para
conseguirlo pues fue precisamente en vuestra propia casa donde nuestro entonces
gobernante se enamoró de una hermosa y desconocida hetaira llamada Aspasia de
Mileto.
Lamentablemente, el
tiempo y la envidia no han ofrecido muchas oportunidades a los hombres para que
pudieran emitir su opinión sobre el relieve ya que la misma noche en la que tu
padre fue encarcelado tras su condena a muerte alguien destruyó a martillazos
su efímera obra. Los atenienses de los próximos años no podrán conocer a
Áglaya, la que despierta la inteligencia; Eufrósine, garante de la alegría; y
Talía, la benefactora de las festividades. Las que pudieron haber sido las
famosas tres Cárites de la Acrópolis fueron mancilladas por alguien que quiso
borrar de Atenas cualquier indicio de que alguna vez había recorrido sus calles
un ciudadano libre llamado Sócrates.
Mientras contemplaba
junto a tu padre el relieve comprendí que su extraño comportamiento y su
precipitación al alejarnos de los jóvenes no eran sino un pretexto para ocultar
algo más profundo que le estaba preocupando. No sé qué fue lo que me hizo
suponer que estaba a punto de hacerme partícipe de sus sentimientos, pero no me
equivoqué. Gracias a una sutil argucia me había ido conduciendo hacia una de
las zonas más solitarias de la bulliciosa Atenas pues a aquella hora de la
tarde, y sin sacrificios ni fiestas programadas, pocas personas se acercaban a
la meseta que alberga el centro religioso de nuestra ciudad.
-Pues claro que recuerdo
aquél ofrecimiento que te hizo Pericles -continué con la conversación que él
mismo había iniciado sobre el encargo de las tres Cárites- y tengo bien
presente cómo te esforzaste en demostrar que podías ser un buen escultor y
nunca olvidaré tu insistencia cada vez que me repetías que el trabajo de
esculpir era, simplemente, liberar las figuras que estaban encerradas en el
interior de la piedra eliminando el material sobrante que las ocultaba a
nuestros sentidos.
-Igual que hay que hacer
con las almas.
-Igual.
Callé por un momento
recordando aquellos años de juventud, cuando ambos tuvimos la oportunidad de
vivir en la época más gloriosa de nuestra ciudad y los atenienses nos sentíamos
el centro del mundo conocido. ¡Qué distante esa concepción de la actual,
querido Lamprocles! Las continuas guerras y las numerosas derrotas sufridas no
han hecho sino conducirnos a una triste realidad: ni Atenas es la mejor ciudad
posible ni nuestra democracia es el mejor sistema para gobernarla.
Abandonamos el recinto de
Ártemis y Sócrates decidió que nos sentáramos a la sombra de la gran estatua de
Atenea Promacos. Presentí que ya faltaba
menos para conocer lo que estaba tramando mi viejo amigo.
Tu padre rebuscó entre
los pliegues de su ropa, más sucia aún si cabe que un día normal debido a las
oscuras manchas que la sangre de Examio y la húmeda tierra de Cerámico habían
depositado sobre su ajado quitón. Lentamente sacó del interior de la manga
izquierda un pequeño objeto y un fino cordón de lino.
-¡Menos mal que no se me
ha caído con tanto alboroto! Habría sido una verdadera lástima.
Frotó el pequeño objeto
-cabía perfectamente en su puño cerrado- sobre la ropa con la intención de
limpiarlo pues estaba cubierto de sangre reseca. Cuando terminó sus tareas de
limpieza, Sócrates lo alzó a la altura de sus ojos, y exclamó:
-¡Un delfín!
Yo entonces -al igual que
durante todo el transcurso de esta historia, ya te irás dando cuenta- no me
enteraba de nada y en lugar de encontrar algunas respuestas, que era lo que
ansiosamente anhelaba, lo que iba aumentando por momentos era mi perplejidad.
Tu padre lo advirtió y
para aliviar mi extrañeza, me relató cómo, al entrar en el Altar de los Doce
Dioses y sin que nadie más se hubiera percatado de ello, había encontrado aquél
colgante junto al cuerpo de Examio, así como la habilidad con la que lo ocultó
entre sus ropas con la intención de entregárselo más tarde a alguno de los
amigos del fallecido.
Sócrates me lo ofreció y
entonces tuve entre mis manos un pequeño delfín azul y blanco parecido a otros
muchos objetos de cerámica que los jóvenes se regalan y cuelgan de su cuello,
cerca del corazón, cuando están
enamorados.
No le di más importancia
al hallazgo y simplemente supuse que tu padre había salvado del saqueo un
objeto que tendría un gran valor sentimental para alguno de los amigos más
íntimos de Examio, quizás Lisímaco.
Pero él no pensaba de la
misma manera. Acarició la pequeña figurita y la frotó como si quisiera sacarle
el brillo que nunca había tenido. Sus dedos rozaron una mínima muesca en el
lomo del animal y al presionarla quedó al descubierto un pequeño compartimento
destinado a albergar una pequeña joya o algún recuerdo de un ser amado.
Sin importarle invadir la
vida privada de su discípulo, Sócrates extrajo de la tripa del delfín de barro
un minúsculo trozo de papiro plegado. Lo abrió y se quedó sin habla, con la
mirada fija en tan pequeño objeto, pero a la vez distante y alejada de todo lo
que nos rodeaba.
Me lo ofreció para que yo
también lo examinara y pude ver, escrita con una tinta tan roja como la sangre,
una frase. Tan sólo una breve frase, idéntica a otras muchas de las expresiones
propias de los adolescentes enamorados.
Alguien había escrito:
“No desees lo imposible”.
Sócrates devolvió el
papiro a su lugar en el colgante, lo guardó nuevamente entre sus ropas y, como
si me estuviera confiando un secreto, dijo:
-Estoy seguro de que
aquel que entregó este obsequio a Examio sabe más de su muerte que nosotros. No
menciones nada de esto a los muchachos. No quisiera preocuparles ni ponerles en
peligro. Mejor, no se lo cuentes a nadie.
Al escucharle me di
cuenta de que, al contrario de lo que dijo en el pórtico del Rey, Sócrates
estaba decidido a investigar la muerte de Examio. Y también estaba claro que
prefería mantenerlo en secreto y que desde aquél momento, por decisión suya, yo
también formaría parte de aquella inquietante aventura.